Pelos de gato en los lienzos de Renoir

La impresión del instante

«Mientras estamos hablando, habrá escapado envidioso el tiempo: aprovecha el momento presente, siendo lo menos crédula posible al que sigue[1]». Aunque el consejo de Horacio (65-8 a.c) a su amiga Leucónoe ha atravesado la historia significando un hedonista “vivir intensamente”; lo que el poeta romano pretendía reflejar con su “carpe diem” es la fugacidad de la existencia. Vivir conscientemente cada momento valorando lo ordinario, o como decía Henri Lefebvre (1901-1991) “descubrir lo extraordinario en lo cotidiano”, puede ser una meta a alcanzar en las caóticas sociedades occidentales contemporáneas. Aunque no para los gatos.

 Pierre-August Renoir (1841-1919), como todos sus colegas impresionistas, supo de lo efímero del instante y de la fluidez del presente. Captar el “aquí ahora”, convertir la transitoriedad del momento en luz del instante y revalorizar lo corriente poniéndolo en primer plano, hace que sus lienzos se conviertan en auténticas fotografías del paisaje y la sociedad de la época. Más de cuatro mil obras que trascienden al tiempo -deteniéndolo en su fluir- para mostrarnos estampas urbanas, flores, campos y lagos, pero también el día a día de los franceses fuera y dentro de sus hogares. Y es ahí, en el interior de esas vidas, donde los gatos adquieren su protagonismo.

Un minino se acicala mientras la mujer de Renoir amamanta a su vástago. Otro descansa plácidamente en los brazos de una joven dormida. Dos más comparten espacio junto a unos geranios y un cuarto se deja envolver por las caricias de Julie Manet. A todos ellos les une la simplicidad del momento, la naturalidad de sus expresiones y el fino detalle en la representación de sus características: uñas que salen de las patas para agarrar, ojos entrecerrados que muestran confortabilidad, cuellos que se alargan para olfatear y cuerpos hechos una bola a la hora del descanso. Subyace al realismo impreso en cada uno de estos ocho cuadros con gatos, un conocimiento y observación profundos del mundo felino, una convivencia, un profundo afecto y mucho respeto.

Está documentado que Renoir compartió su existencia con ellos. En los últimos años de su vida, cuando la artritis le impidió caminar, pintaba con su mano izquierda mientras un felino le calentaba las rodillas. Gracias a los pelos que desprendía este y que inevitablemente acababan adheridos a los lienzos, se pudieron autentificar muchas obras del francés. Ese es otro instante capturado para siempre: la impresión del instante. Un guiño de lo ordinario sobre un arte extraordinario. Un ejemplo del permanente “carpe diem” en el que viven los gatos.


[1] Odas, libro1,11, Horacio

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