Animales condicionados

Si eres de esas personas que salivan con solo oler tu plato favorito, con escuchar el chup chup del caldo que hace tu abuela, o ver la condensación que envuelve una cerveza bien fresca, tranquila: formas parte de una mayoría.
«Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente». Este principio aristotélico recogido en su Física supone la base de la Ley de contigüidad asociativa extendida por Hume, ampliada por la Gestalt y hoy universalmente aceptada. Porque es un hecho que los humanos asociamos estímulos constantemente: palabras, música, imágenes, olores y texturas nos evocan recuerdos de experiencias vividas, construyendo nuestro mundo interno.
A principios del siglo XX, Iván Petróvich Pávlov (1849-1936) dio un paso más. Asumiendo que los estímulos incondicionados (los naturales, como el chup chup del caldo de nuestras abuelas), provocaban respuestas incondicionadas (también naturales, como nuestro salivar), elaboró una hipótesis. Su objetivo era mostrar cómo un nuevo estímulo, asociado a uno ya conocido, podía provocar la misma respuesta. Para ello, sometió a más de cuarenta perros a experimentos en los que, mientras mostraba un trozo de carne, hacía sonar una campanilla. En primera instancia, los sabuesos salivaban naturalmente al ver el manjar. Tras los ensayos, consiguió que estos también lo hiciesen con solo escuchar el sonido de la campanilla: los condicionó.
Que los experimentos de Pávlov le valiesen un Nobel en 1904 no es de extrañar, ya que mostraban algo que hoy los estudios de las ciencias cognitivas han verificado: la plasticidad neuronal del cerebro. Cabe, sin embargo, hacerse dos planteamientos. El primero refiere a la moralidad relacionada con la experimentación animal. ¿Es ético hacerlo con el único fin de avanzar en el conocimiento? ¿Logramos con ello mejorar las condiciones de vida de todos los seres que poblamos el planeta? ¿Y si, simplemente, la usamos en beneficio de la salud de unos pocos (nosotros los humanos) a costa del resto de las especies? El segundo, también moral e igual de contemporáneo, nos afecta cada día al convertirnos en víctimas de nuestra propia experimentación. La publicidad, las redes sociales y las normativas provenientes de contratos sociales no escritos parecen condicionarnos como esa campana pavloviana. Es decir, se nos hace la boca agua frente a estímulos para los que, en principio, no tendríamos una respuesta natural. El “laboratorio del mundo” nos convierte contemporáneamente en sujetos y objetos de los estímulos a seguir. Por eso, si eres una de esas millones de personas que babean viendo un bolso de marca, un coche de lujo, una joya impagable o un móvil de última generación, quizás no seas más que otro animal condicionado. Aunque no oigas el sonido de la campana.
